No quiero parecer algo que no soy por lo que voy a decir, pero yo creo que el amor tiene mucho que ver con tu sonrisa. Con ese paraíso. Nunca he sido una experta del amor, y quizás por eso ahora esté como estoy (pillada hasta las trancas de ti), pero créeme que si tuviera que definirlo, enseñaría una foto de tus ojos. De cómo brillan cuando escuchas esas canciones de toda la vida, esas que tanto te gustan. O quizás obligaría a escucharte cantar a todo aquél que me preguntara si creo en el amor, y después se lo preguntaría a ellos. Me has descubierto el amor a primer oído. Y porque el amor a primera vista ya lo conocía, que si no, también me habrías decubierto eso.
Me gustaría que me entendieras, chaval. Que te vieras desde mis ojos, que te escucharas desde mis oidos. Que sintieras lo mismo que siento yo cuando vienes, me miras, me tocas y te vas. O te quedas, da igual. Ese subidón. Ese aceleramiento sorprendente de mi corazón al ver tu mano buscar la mía y volver a perderla por encontrar antes la del miedo. Desearía que los dos fuéramos capaces de hablar más allá de las indirectas, que fuéramos capaces de decirnos que necesitamos algo más que un simple abrazo para despedirnos. Pero no, no tenemos los cojones, porque nos han roto antes, y nos da miedo volver a rompernos. Ojalá pudiera verte despertar, con tu carita, con tus ojitos. Verte amanecer a mi lado, y abrazarte, y besarte. Ojalá pudiera saber qué sienten esos que dicen que el amor es lo más bonito del mundo, y multiplicarlo por ochenta cada vez que te viera. Ojalá pudieramos tirarnos al acantilado del amor, sin preocuparnos por el golpe contra el suelo. Pero no podemos. Yo, porque no sé si tu quieres. Tú, porque aún no sabes que sí quieres.
Invierno.
Son las seis de la tarde. Lunes. Hace rato ya que el cielo y mi corazón tienen el mismo color. Un azul oscuro que me recuerda al mar intranquilo de las tardes de verano que pasamos en la playa. Un mar que representaba muy bien lo que sentía cuando estaba contigo. Éramos un océano en tormenta, y ahora no soy más que un pequeño lago en medio de un desierto de besos.
Quizás mi madre tiene razón y paso demasiado tiempo encerrada en casa. Pero, qué remedio tengo si ta han puesto las luces de navidad, que me recuerdan siempre al brillo de tus ojos cuando me decías eso de "Madre mía, que nunca te pierda a menos que yo me pierda contigo". Y dime, ¿quién no se habría enamorado de alguien como tú. Te digo, te repito, que nadie. Nadie es capaz de aguantar sin enamorarse después de ver esa carita de niño que me pones cuando te ilusionas por algo. Al verte, se desmorona todo el mundo, o por lo menos el mío. Aunque no tiene sentido que se desmorone mi mundo si tú sigues en pie. Pero ahora ya, ¿qué importa? Qué importa. Si ya no te apropias de los versos de alguno de esos poetas que te hicieron estudiar en literatura, y me dices que son tuyos. Si ya no me cantas las canciones más romanticas que escuchas, como quien no quiere la cosa. ¡Qué importa!
No importa nada más que volverte a oír cómo me decías te quiero abriendo los brazos en vez de la boca, o viendo cómo se te iluminaban los ojos cuando tus palabras me iluminaban la cara. Ahora todo lo que importa es que hace frío sin ti, pero que se vive. O se sobrevive. O, bueno, de hecho sólo respiro e intento ignorar ese pinchazo que noto cuando algo me recuerda a ti. Ya sean las luces de navidad, el frío de la calle. O el cielo, que hace media hora que ha oscurecido. Como mi cara. Como tus ojos.
Suscribirse a:
Comentarios (Atom)

