P O S I T I V I S M O

Voy a empezar siendo sincera.

Estoy gorda. Y soy fea. Pero, ¡oye! ¿Dónde está el problema en eso? Acaso… ¿Voy a hacer daño a alguien por pesar más de lo que debería? ¿O voy a causar un desastre natural por no ser perfectamente proporcionada? ¡Oh por favor! Espero que no.

El caso, es que me da igual.

Ya desde muy pequeña he sufrido de bullying psicológico. Aunque no me han pegado nunca, me han insultado, y a veces las palabras duelen más que los golpes. Me han dicho gorda, fea, inmadura, tonta, gilipollas, y un montón más de insultos que paso de recordar.

Porque me sigue dando igual.

Hace 4 años mi padre me dijo “Tú sabes quién eres, y sabes que no eres nada de lo que ellos dicen. No dejes que te cambien.” Por ese entonces yo tenía 12 años. Acababa de entrar en la ESO y no entendía qué quería decir. No entendía como unas palabras feas podían cambiarme y, sin darme cuenta, lo hicieron, me cambiaron.

Dejé de ser la chica infantil e inocente que siempre sonreía, para ser la lameculos de turno, que le iba detrás a todos sólo porque quería que dejaran de insultarla, y ese era el único modo.

Hacía todo lo que me pedían. Si me decían que les comprara algo, se lo compraba. Si me decían que me vistiera de un modo, me vestía como decían. Si me decían que fuera a no sé dónde, iba. Hasta aquí bien. Lo que pasa es que, si me decían que robara, lo hacía. Si me decían que arriesgara mi vida por ellos, lo hacía.

Dejé de jugar con mis muñecas, para convertirme en su mejor juguete.

Y fue ahí cuando entendí lo que mi padre me decía. Era tal el miedo que tenía a que me insultaran, a que me hirieran por dentro, que me dejé manipular. La chica que iba por la calle con la cabeza baja, la que lloraba por las noches, la que ya casi no tenía amigos de verdad, se parecía mucho a mí.

Pero no era yo, era lo que ellos me habían llevado a ser.

No tenía amigos, no tenía a nadie a quien querer, porque no me quería a mí misma. Me repugnaba, me daba asco. Asco del de verdad. De llegar a tener ganas de vomitar con sólo verme al espejo. Aunque nunca llegué a hacerlo, más de una vez me lo planteé.

Tenía miedo de todo y de todos. Tenía ganas de desaparecer. No tenía ganas de nada, ni de estudiar, ni de seguir adelante, ni de reír, ni de sonreír. Nada. Lo único que quería era que dejaran de insultarme.

Sólo pedía que dejaran de pisarme.

Así que decidí cambiar. Dije, “Voy a hacer caso a mi padre.” Empecé a hacer como que los insultos no me importaban, y acabaron por no importarme. Me entraban por una oreja, y me salían por la otra.

Era yo contra el mundo, y siempre ganaba yo.

La gente se empezó a poner de mi lado, vieron que la falsedad no es lo mío, que yo soy una persona en la que confiar. Vieron que si estás a mí lado, te lo pasas bien,  ríes y sonríes, sin miedo a que nadie te rompa la sonrisa. Y así descubrí que, siendo yo misma, podía llegar a ser mucho mejor de lo que lo era comiéndole el culo a los demás. Y dejé de hacerlo. Dejé de ir detrás de la gente, para empezar a ir delante. Dejé las críticas y los miedos encerrados en una caja, y tiré la llave al río. Y dije, “Dentro de 4 años, quiero llegar a quererme a mí misma.

Y, creo  que puedo aceptar que sí. He llegado a mi meta. Aunque sé que mi cuerpo no es el mejor, ni lo será nunca, mi personalidad sí. Mi personalidad es de las mejores que conozco, y no es que conozca pocas, precisamente. Y aunque esto pueda sonar egocéntrico,  mi personalidad es bonita, fuerte y divertida. Tengo complejos con mi cuerpo, ¡claro que los tengo! Pero es que ¿Quién no los tiene con 16 años? Quiero un cuerpo delgado, y una cara bien proporcionada. Quiero un millón de cosas, pero no las tendré, y lo tengo aceptado. Pero hay algo que sí que tengo, y que es mucho más valioso que cualquier otra cosa en el mundo.

Una  sonrisa verdadera en la cara.